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EZEQUIEL VARONE

LA MARGARITA VIOLETA

Ciuri, ciuri, ciuri di tuttu l'annu!
L'amuri ca mi dasti ti lu tornu

 

Todavía no se sentía del todo bien. Había estado enferma desde hacía ya días, y mamá le prohibió por eso salir de la habitación: «al menos hasta que estés mejor», fueron las palabras que usó cuando la increpó antes de ayer. María sabía que tenía razón, todavía le costaba respirar como antes y sentía el sudor de la fiebre. Todo el problema, toda esa urgencia había surgido por la margarita violeta que había crecido en el jardín; podía verla desde la ventana, sus pétalos movidos por la brisa parecían brazos que la llamaban para que saliera a jugar.

En su cuarto, su único mundo entonces, era visitada por quienes ella creía eran familiares y vecinos, no les reconocía las caras, pero todos se veían tan preocupados por su salud, que se dejó querer. Respondía obediente a las preguntas que le hacían, tomaba de los vasos cuando se los acercaban y tragó todo tipo de pastillas. Todo lo hacía por salir de una vez de allí y poder corretear en ese jardín que por las mañanas parecía inundado de luz.

Mamá le insistía en que dejara de mirar por la ventana, que de tanto soñar despierta no estaba siquiera durmiendo por la noche, que así le costaría más recuperarse. María se enojaba por eso, le preguntaba entre gritos y llanto qué otra cosa hacer si no se podía siquiera asomar para respirar la libertad del paisaje, y le retrucaba que su dormitorio era aburrido, con todas las paredes pintadas de un monótono blanco viejo, con ese cuadrito gastado en la pared, el escritorio con rueditas y el televisor siempre apagado. Cuando discutían mamá salía de la habitación, la dejaba hablando sola, no creía que pelear fuera bueno para ninguna de las dos. Entonces volvía con una pastilla, le acomodaba las sábanas y le acariciaba la frente; pero no le decía nada más.

Así fueron pasando los días, la margarita seguía suntuosa sobresaliendo sobre el resto de la flora del jardín. El césped tenía un verde lleno de vida y no había un solo hueco de tierra. Todo era frondoso y perfecto: de los árboles colgaban los frutos a punto de madurar; las aves cantaban sus canciones, bailaban sus coreografías y se perdían en infinitos atardeceres; las enredaderas trepaban las paredes, tanto que parecía no haber vecinos, sino un horizonte todavía más verde.

Lo primero que hacía al despertarse era mirarse los brazos, se tocaba con apuro todo el cuerpo para saber si había mejorado o si la seguían aquejando sus dolores. Siempre lloraba después de ese control, se percataba de que dormir no le había servido de mucho: seguía transpirando fiebre, la escalaba esa tos desde la espalda y la piel parecía llevar espinas dentro. Todo le dolía. Secaba sus ojos antes de que entrara mamá, si no la regañaba a gritos y eso no le servía a ninguna de las dos. Por eso era que miraba por la ventana, «ojalá me salieran las palabras para decírselo», pensaba y luego se olvidaba jugando a contar las mariposas que pululaban entre los jazmines. Entonces entraba mamá y la encontraba sonriente; se llenaba de ilusión de que por fin los tratamientos estuvieran dando resultado, «¡María, que bien te ves!» le decía; se apuraba en acercársele, lo hacía con tanto ahínco que cualquier testigo entendería su súplica; pero perdía esa energía ni bien le tocaba la frente. «Acostate, querida, ahora te traigo el desayuno». Le encajaba alguna pastilla y salía rascándose la cara. En realidad, enjugaba sus lágrimas, pero una mujer débil no le servía a nadie, mejor era entonces ocultarlo.

Mamá volvía con una mueca fingida, pero como María nunca la miraba, se ahorraba tener que dar explicaciones. Antes del mediodía empezaban las visitas de todos los días: el tío detective que hacía preguntas; el profesor de gimnasia que la hacía dar vueltas; a veces venían más tíos o vecinos que también tomaban notas y llevaban artefactos de los más graciosos para robarle una risa. Después se iban y siempre se quedaban un rato hablando con mamá. Cuando estaban dentro del dormitorio todos parecían contentos, pero desde la puerta entreabierta al salir, María podía verlos hacer gestos de negación con la cabeza, cambiaban sus expresiones por las de un velorio.

Ayer mamá la ayudó a levantarse y la acomodó en una de las sillas que había puesto enfrente de la ventana. El patio era de película, como si jardineros expertos trabajaran por la noche, mientras ella dormía. Mamá la abrazó fuerte mientras ella seguía mirando lo fecundo de la naturaleza. Mamá no miraba hacia afuera, era como si en realidad no hubiera nada para ver.

—¿Ya voy a estar mejor, mami? ¿Ya voy a poder salir a jugar? —le preguntó entre sollozos.

Esta vez mamá no la reprendió, ni se apuró en responder. Se levantó en un silencio parsimonioso y caminó hacia la cama, todo se veía muy distinto; la habitación seguía siendo horrible y aburrida, pero ahora se había abarrotado de cables, aparatos, sonidos mecánicos y olor a alcohol.

—Vení un ratito —le dijo una vez sentada en la cama.   

María se quiso parar, pero no pudo. Sus piernas estaban pesadas como dos bloques de hormigón; su piel blanda y arrugada, cubierta de magulladuras violetas negruzcas; las falanges de sus dedos se habían doblado; le dolía todo el cuerpo.

—No me puedo mover —respondió con súplica.

Mamá ya no se tapó los ojos fingiendo otra cara, ni pensó qué reacción sería la mejor para ninguna de las dos. Sólo abrió la ventana, puso ambas manos entre las axilas de María, y la levantó con fuerza. Su cuerpo antes ponderoso, era ahora liviano como el mismo aire, como otra mariposa del jardín. El verde del patio se cargaba de un blanco incandescente, la margarita violeta flotaba a su lado. Antes de aprehenderla, viró para mirar a su madre; ya no estaba. Ahora se encontró con una enfermera que tapaba el cuerpo de una anciana que yacía quieta en la cama.

 

CirKº·.

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